Naïfs o aficionados por el hecho de no dedicarse a la pintura como única actividad sino al margen de las variadas tareas profesionales que tuvieron que desempeñar para ganarse la vida. Sin embargo, eran artistas plenamente convencidos de serlo, sintiéndose por encima de todo pintores. Sin formación académica alguna, en todos los casos fueron creadores autodidactas.
Presentaron un completo distanciamiento, tanto en procedimientos como en temática, con respecto a sus contemporáneos, al recurrir a las técnicas realistas consideradas obsoletas por la vanguardia, con las que recrearon determinados temas estimados del mismo modo, pasados de moda.
Sin embargo, el interés que despertó este grupo de creadores radicó en la particular manera que tuvieron a la hora de afrontar la representación de la realidad. Como resultado de su personal idea de arte, entendido no como algo reflexivo y trascendente sino como reflejo de la tranquilidad y despreocupación interior, las obras de estos artistas mostraron como rasgo principal el ambiente completamente sereno y despreocupado que otorgaron a la existencia.
Fue esta cualidad, tremendamente valorada en un momento de enorme desasosiego, lo que fundamentó el reconocimiento artístico de estos pintores. Sus obras comenzaron a valorarse como auténticos exponentes de la ingenuidad perdida hacía tiempo, unas formas de arte puras tan impactantes como las expresiones del arte primitivo y, en general, como las manifestaciones de las culturas de los pueblos considerados exóticos, tan valoradas por todo el conjunto de expresionistas como las únicas formas artísticas íntegras, ajenas a cualquier tipo de contaminación externa.
El principal representante de este grupo de creadores fue HENRI ROUSSEAU, (1844-1910) establecido desde 1869 en París donde se empleó como portero en la aduana de las puertas de la ciudad, lo que le valió el apodo de Le Douanier o Aduanero. Aunque ésta era su ocupación oficial, su verdadera pasión era la pintura, convencido además de su talento como creador. Rousseau empezó a pintar de forma autodidacta a los 49 años, tras abandonar su puesto de gris funcionario.
Su extraña personalidad, mezcla de ingenuidad y conocimiento, le llevó a ser considerado por los escritores y pintores bohemios de Motmartre, una especie de visionario, santón o profeta que del mismo modo que pintaba, daba clases de recitación y violín. Sus creaciones no pasaron desapercibidas, despertando el interés de algunos de los principales artistas de vanguardia, desde Redon hasta Toulouse-Lautrec, pasando por Picasso, Léger, Delaunay y el mismo Apollinaire.
Ahora bien, Rousseau contó con la suerte de desarrollar su obra en el momento de creación del Salón de los Independientes, lo que le permitió, desde 1886 y hasta su muerte, presentar anualmente su producción, lo que probablemente no hubiera sido posible de no haber existido esta opción y haber tenido que exponer en el Salón Oficial, donde a buen seguro no hubiese sido aceptado.
Sus intereses temáticos se centraron principalmente en retratos y paisajes que desarrolló a partir de un lenguaje de gran ingenuidad e importantes dosis de fantasía que, como consecuencia de su autodidacta formación, se singularizó por el carácter extremadamente lineal, empleo de unas perspectivas de gran convencionalidad aunque ligeramente sesgadas y el empleo de armónicos y sutiles colores, lo que se tradujo en unas producciones de naturaleza intemporal e imágenes arquetípicas reducidas a la esencia.
La encantadora de serpientes, de 1907.
Es una de sus producciones más destacadas, emblema de su concepción artística. La exuberancia y el grado de exotismo que logró imprimir a la representación de las selvas tropicales, hizo pensar que incluso pudiera haber viajado hasta los lugares exóticos que le hubieran permitido el conocimiento directo de tales naturalezas, que, sin embargo, fueron fruto de la inspiración conseguida en los jardines botánicos de París. La escena compuesta a partir de formas absolutamente precisas, serpientes enrolladas en la vegetación tropical perfectamente definida, y sobre los hombros de una mujer de piel osura, trasmite no obstante, un grado de irrealidad y fantasía tal que hacen de la composición un paisaje quimérico de gran excentricidad. La figura principal está aquí oscurecida. Misteriosa, toca una flauta a cuyo son parecen acudir diversos animales, además de las serpientes mencionadas en el título.
Sus pinturas sobre la selva son extremadamente detallistas, hipnóticas. Motivos vegetales por todas partes y en medio, se camuflan figuras (tigre devorando búfalos, caballo atacado por jaguar, lucha entre gorila y humano…)
En La encantadora de serpientes, sin embargo, no existe esa violencia sino más bien una extraña serenidad. Un tranquilidad onírica que fascinó tanto a los surrealistas por plasmar los sueños como a los cubistas y fauvistas por su simplificación y geometrización de las formas (en este caso vegetales). Se inspiró para estos paisajes en postales y cromos, además del Jardín Botánico de París.
https://www.google.com/maps/search/jardin+botanico+de+paris/@48.8466918,2.354535,1990m/data=!3m1!1e3
El sueño, 1910.
A H. Rousseau no le hizo falta viajar a exóticos países para pintar junglas. Hasta en veinticinco ocasiones soñó con ellas en sus lienzos. Ni una sola vez salió de Francia. La rêve (El sueño, 1910) es, en cierto modo, el pináculo de su obra y la última que completó antes de su muerte. Una obra intuitiva, en parte debido a la falta de formación académica de su autor, exenta de perspectiva y proporción de los objetos. Figuras planas, yuxtaposiciones de elementos conformando una especie de mural onírico, rayando en lo abstracto.
Es un cuadro de grandes dimensiones, donde se aprecian muchas tonalidades de verde, que representa a una mujer (Yadwigha, la amante de Rousseau) tumbada en un sofá. En su sueño, la mujer aparece inmersa en una selva exótica, conviviendo con bestias salvajes, mientras la música de un instrumento de viento (una especie de oboe rústico) inunda el espacio.
Entre sus mejores aportaciones en el campo de la retratística figura el Retrato de Pierre Loti.
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